De vez en cuando me gusta leer libros de economistas o de politólogos, especialmente los críticos, para ver como justifican su sistema de explotación, así que me acerqué a la biblioteca de mi barrio y me cogí un libro de Stiglitz, Cómo hacer que funcione la globalización, donde hace una dura crítica a la forma en la que se está desarrollando la globalización.
Lo más curioso de este libro es ver como propone un mayor control estatal sobre las actividades productivas. Según este autor, jefazo del FMI y premio Nobel de economía, la globalización es buena en su esencia y su único problema es la forma en que se desarrolla. Piensa que es necesario iniciar una serie de reformas que vayan en la dirección de un mayor control del proceso y, para ello, aboga por el desarrollo de unas instituciones internacionales más “democráticas” a las que todos deben obedecer.
Según dice el autor, la clave está en la búsqueda de un equilibrio que beneficie tanto a personas como a capitales, que en base a una realimentación de prosperidad casi continua, en buena medida dada por el importante crecimiento del que se beneficiarían los países menos desarrollados, impulsase el proceso globalizador y sus beneficios teóricos. Así, el mercado y la competencia llevados a su máxima expresión, eso sí controlados por el Estado y las instituciones internacionales, se postulan como los garantes del progreso y la felicidad.
A lo largo del libro intenta mostrar como las grandes corporaciones y los grupos de poder económicos –especialmente relevante para el autor son los algodoneros estadounidenses- son quienes llevan las riendas del proceso globalizador. Éstos, a través de las presiones y otras actividades todavía menos lícitas como sobornos –e incluso en alguna ocasión habla de asesinato-, son capaces de controlar una política que somete por necesidad. Muestra como las los partidos políticos en EE.UU dependen de las “inversiones” del poder económico, cosa que se puede extender al conjunto de países democráticos, o como presionan a los gobiernos con amenazas de localización empresarial. Asimismo también hace hincapié en cómo los grupos de poder capitalista, a través de los gobiernos, ejercen una influencia más que notable en las propuestas y obligaciones de las distintas organizaciones económicas internacionales. Y, todo ello, dando igual que se juegue con la vida de millones de personas, como es el caso de la industria farmacéutica, o con el futuro de la humanidad, como ocurre con las compañías de extracción de minerales y combustibles fósiles.
Al tiempo que muestra todo esto, propone distintas soluciones que irían en beneficio de todos por distintos motivos. Así alienta a: invertir en países menos desarrollados, condonar la deuda externa, formar tecnológicamente más lugares, separación de la vida económica de la política, creación de organismos internacionales más eficientes y democráticos –idea que repito porque realmente es la columna vertebral del libro-,... En definitiva, aboga por invertir el proceso de la sumisión de la política a la economía y lograr un mayor control de la globalización por parte de los Estados.
Lo que más me ha llamado la atención del libro es que en ningún momento vierta crítica alguna sobre los sistemas políticos que permiten esa situación, sólo si acaso los gobiernos que se dejan sobornar, pero incluso a estos los justifica. Según este autor, la “democracia” –tal y cómo se entiende en los medios oficiales- es un sistema eficiente que puede remediar todos los males, pero que si no lo hace, y aquí está lo más curioso, es por cómo los gobiernos están subsumidos por el poder económico, dando con ello una idea y su contraria. En ningún momento se analiza el porqué de esta situación ni los intereses cruzados que tienen. Obvia en todo momento que los dirigentes políticos tienen intereses económicos, ya sea de una manera o de otra, a los que se deben y por los que trabajan, o por lo menos esto ocurre de forma generalizada (no creo que haga falta recurrir para argumentar esto, por ejemplo, a las recalificaciones urbanísticas en el Estado español o las distintas causas de las guerras en Oriente Medio). En ningún momento se da cuenta que el proceso, además de reversible, se desarrolla únicamente en función de intereses económicos y que éstos se encuentran reñidos con los de la mayor parte de la humanidad. Dice en todo momento: ¡otro mundo es posible!, pero cree que éste sólo se puede dar de una forma y, por tanto, aunque la presentación de muchos problemas es muy buena, las soluciones que da no contribuirían a cambiar la situación.
Sólo invirtiendo el proceso de la globalización, o por lo menos la mayor parte de él, se podrá lograr una sociedad justa y realmente libre.